Un globo de costal
Las noches decembrinas de Envigado son las más iluminadas del Valle de Aburrá. Los balcones que se asoman al Parque tienen siempre a la vista árboles navideños bañados de luces multicolor, enmarcadas por chorros de luces amarillas que los vecinos pegan en los barandales y las paredes exteriores de sus apartamentos. Es así que la fiesta de brillos del rincón del valle, desaparece cualquier estrella que constele el cielo mientras sea navidad, pero a cambio de su ausencia, los envigadeños elevan globos de papel que levan desde sus terrazas, normalmente el 1ero, el 7, el 24 y el 31.
Pero a pesar de que la tradición es usar este material, Martín estaba empecinado en que debía elevar globo gigante con paredes de costal, y este año se lo había propuesto desde septiembre, por lo que empezó a reunir varios metros de costal, papel de base, un candelabro grande donde poner la mecha y cuanta gasolina hubiera a su alcance para no invertir un peso en ella por lo cara.
Lo curioso es que a pesar de ser un proyecto de gran envergadura, el discreto carácter de Martín y su obsesivo deseo fabricar la sorpresa perfecta para navidad no le habían permitido decirle nada a ninguno de los vecinos con los que había crecido desde el bautismo. Ni siquiera al piadoso Juampi, que le encantaba ayudar a los demás en sus problemas, sus retos y sus sueños. Un muchacho mandado por la santísima, le decían las tías.
Pero no fue sino nombrarlo pa’ que pasara. Era 16 de Diciembre y la novena de la cuadra estaba programada ese día en la casa de Martín, y ya sabía él que cuando terminaran los cantos y las oraciones se iba a armar la recocha por toda la casa, y sus vecinos se iban a poner a beber, mientras entre los niños jugaban escondidijos por toda la cuadra. Él lo tenía tan claro que dijo: “las güevas, acá no entran”, y guardó todo su armazón globístico entre el closet, poniendo seguro a su puerta y guardando la llave en el bolsillo de su pantalón de Micky, el propio pa’ un parche familiar en la casa.
Entonces empezó la tutaina, las panderetas hechas con tapas de gaseosa, los gritos de quienes desafinan y la devoción de quienes aman estos encuentros. Todo cálido y lleno de esplendor entre natillas y buñuelos. Pero se acabó la oración como todo lo bello acaba, y uno de los tíos sacó una garrafa que tenía debajo de la silla donde se sentó desde que empezó la reunión.
Entonces Martín se tocó los bolsillos y palideció. Estaba seguro de que había guardado la llave, pero no la sentía.
¿Será que se cayó cuando le dio una patada a su primo por tumbarle la pandereta? Buscó en cuatro patas por el suelo del primer piso, pero no encontró nada. Y después de treinta minutos empujando piernas, recibiendo regueros y gritos, cambió el lugar de rastreo.
Entonces subió las escaleras para ver si estaba cerca del cuarto y estaba allí: Juampi, el entrometido, acostando a la abuela sobre su cama.
Martín no quería saber razones, estaba encolerizado, NADIE debía entrar a su cuarto y esa rata había encontrado la forma. No lo pensó mucho, esperó hasta que la abuela ya estuviera cómoda y se lanzó a dar puñetazos sobre la cabeza de Juampi, que sintió los golpes sin advertir la embestida, por lo que pegó un alarido que rebotó por toda la casa y se abalanzó al closet para refugiarse de su vecino. Pero la tela del globo cubría totalmente la apertura del closet, y al correr la puerta se cayó el candelabro sobre la cabeza del niño, junto con el tarro de gasolina y el telar de costal. Hacía falta solo una chispa para encender para siempre ese cuerpo infantil bajo el globo desinflado. Y para eso estaba Martín, encendido, emputado, decepcionado, y ni la abuela podía apagarlo con sus preguntas y sus gritos.
De repente los adultos, que escucharon los gritos de la abuela entre la algarabía, subieron para ver qué pasaba. Fue entonces cuando vieron un charco de sangre que tinturaba uno de los bordes del costal. Te cagaste la fiestesita.